domingo, 21 de diciembre de 2014

Lecturas de domingo para juristas: IX. El Puente de la Reina (por Emilio Gude)

Notaba el calor de la brasa del cigarro en los dedos. Apuraba una última calada aspirando hasta acabar con el papel. Decían que era eso, el papel, lo que mataba. La muerte, maldita sea la muerte. No había gran diferencia, suponía, con estar vivo. Era sólo otro estado, o ni eso, tan solo otro momento, como si en la muerte no hubiese nada de definitivo. Cuando uno pierde su vida, pierde el miedo a la muerte. No tener un cartón de vino barato cuando llegase la noche era ahora lo único que le atenazaba la garganta. El miedo a no poder beber, a no tener cómo escapar. Una cajetilla de Camel medio llena que le había dado un hombre en el parque, constituía un auténtico tesoro. Aun así algo le mordía las entrañas cuando recordaba la expresión del hombre que se la dio en una mezcla de caridad, asco y miedo.

Bajo el Puente de la Reina, que cruza el Manzanares a la altura de la Ermita del Santo, hay una morada de cartones, plásticos y mantas raídas que Andrés se afana en colocar para evitar el frío del invierno. Contra la pared de piedra del puente toda una serie de parapetos hacen las veces de paredes de un salón. Un bidón cortado por la mitad es la estufa que mantiene agradable la zona alcanzada por el calor que desprenden las llamas. Andrés mira cautivo el fuego sin necesidad de entender por qué está allí. Sabe por qué está. Todavía es capaz de recordar quien fue. No está tan deteriorado como otros compañeros del puente. Se sabe aún lo suficientemente sano para entender que le quedan muchos años de vida. Tantos como a cualquiera. Bebe, bebe mucho, pero no tanto. Hay una necesidad de mortificación en él. No quiere beber tanto como para olvidar salvo en las ocasiones en que necesita irse, abandonar quien es, abandonar quien fue. No hace tanto, una década que se antoja una eternidad, Andrés era mando intermedio de una buena empresa, casado, con una hija y una agradable vivienda en el Sector III de Getafe. Andrés es capaz de revivir momentos en el parque,  recuerda que sabe montarle las ruedas a una bicicleta, tiene imágenes nítidas de tardes de películas de dibujos animados. Pero ya no recuerda cómo empezó todo. No recuerda el rostro de su hija. Es una y cuando, cada mucho tiempo, reúne el valor de acercarse a la salida del colegio para verla de lejos, ve una cara nueva, crecida, feliz, que al llegar al Puente de la Reina ha vuelto a desaparecer. Es curioso, se comenta a sí mismo, cuando la lucidez de su mente preparada es la que gobierna unas cuantas horas, es capaz de recordarlo todo, incluso detalles de contabilidad, asientos y balances, pero no es capaz de acordarse de la cara de su hija y de cómo sucedió todo.

Saca la cajetilla y le ofrece un cigarro a Luis. Es el más pequeño de los cuatro. Un conseguidor. Es capaz de conseguir todo aquello que necesitan. Le quieren en cada albergue y hasta los vecinos de la zona procuran siempre darle comida, ropa, mantas… Pasó feliz una semana enseñando unas adidas casi nuevas que le habían dado. Se remangaba los pantalones, a pesar del intenso frío, para que se le vieran bien. Era un chico apuesto. Quizás demasiado, como demasiadas fueron las promesas de éxito como actor. Entre obra y obra de pequeños teatros, la noche era la que pagaba el alquiler. Cada vez más noche, cada vez menos obras de teatro. Cada vez más dinero, cada vez menos equilibrio. Como todos los materiales alcanzó su punto de ruptura. Como todas las almas alcanzó su punto de ruptura. Conservaba restos de su atractivo y aunque se iba encorvando como una metáfora de su vida, era alto aunque había perdido su aspecto atlético por una delgadez triste y gris. Si sonreía, sus ojos entre las grandes pestañas, aún eran conquistadores. Quizás por eso caía bien a la gente. O quizás porque no culpaba a nadie de su camino, ni siquiera a él mismo.

Lola acababa de llegar y vaciaba un carro que un día fue naranja. No había sido un mal día. En el albergue le habían dado unas tortillas de supermercado y las monjas, unos dulces que preparaban a diario para vender en las navidades y que les daban cuando no lograban vender en su totalidad. En realidad siempre porque siempre reservaban una parte para ellos. Lola hizo referencia a otro compañero que por alguna razón no conocida había abandonado el puente y ahora vivía en los soportales de la Plaza Mayor. Andrés sospechaba que la razón tenía que ver con la preferencia de Lola por Luis. Ella se sentó junto al fuego y extendió las manos sobre las llamas. Había matices de mechones rubios entre el pelo ceniciento, conservaba la dentadura que acentuaban sus labios gruesos. Como Luis, fue muy atractiva. Ya no. Nunca contaba detalles de su vida pero todos pensaban que era de familia adinerada. No sólo era su forma de hablar, la elegancia de sus gestos y la delicadeza de sus modales fuera de cuño en aquel tipo de vida, era una sensación de impostura en aquel mundo en el que parecía estar por sólo unas horas como si de una investigación de campo se tratase. No sabían gran cosa de ella. Nunca contaba nada de su vida anterior. Casi nadie lo hacía pero con los días, los momentos, todos acababan componiendo retazos de la vida vivida. De ella apenas sabían nada. Lo que su aspecto dejaba adivinar. No era raro verla con ropa cara, cosas de aseo de marca o con una buena cantidad de dinero surgida de la nada. Una vez volvió totalmente aseada, con el pelo recogido en una coleta cepillada, vestida absolutamente de negro con un traje chaqueta y una blusa también negra de seda y los zapatos pulcros. Pasó varios días debajo de una manta nueva sin apenas asomarse vaciando una botella de bourbon tras otra. Mientras, se oían sollozos.

El último del grupo era Benjamín. O lo que de él quedaba. Todos, especialmente él, sabían que se acercaba el final. La última vez que estuvo una temporada en el albergue le habían diagnosticado un cáncer. No le quedaba mucho de vida. En ese momento, hizo su hatillo y se fue a la calle. Los últimos días, en libertad, sin horarios, sin imposiciones. Libre. Cuando el cuerpo ya no aguantaba más, Benjamín se iba a pasar una temporada en el albergue. Allí reponía fuerzas hasta que estaba lo suficientemente entero para volver a la calle. A la libertad. Aquella fue su última salida. No volvería al albergue, ni duraría mucho en las calles. Andrés le tendió otro de los cigarros. La única preocupación de Benjamín era qué iba a pasar con su perro. Por eso tampoco le gustaba mucho estar en el albergue, allí no los permitían. Hubo una época en la que había un auxiliar que lo metía al cerrar las puertas y lo escondía en un almacén. Aquella fue la temporada más larga en la que estuvo Benjamín. Luego descubrieron al perro y se fueron de nuevo a la calle.

Poco a poco, fueron colocando las cosas, pusieron en común lo que unos y otros tenían, las tortillas y dulces de Lola, unas empanadillas que le habían dado a Luis, y las roscas de pan y sardinas de Benjamín. Mientras, Andrés se acercaba a su petate y rebuscaba dentro. Volvió con una botella casi entera de Rioja, sirvió a cada uno de ellos y luego a sí mismo. Miró la taza, recordó su casa, la mesa llena de comida, a su mujer sonriendo, incluso el árbol de navidad junto a la lámpara de pie. Pero no recordaba el rostro de su hija. Levantó la taza, miró a sus compañeros y les deseo una Feliz Navidad.



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